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En rebusca de la sortilegio perdida

5 enero, 2023

Por Alboroto Manrique

Impulsada por la última confesión de mi amiga y maestra Isis Barajas, y conocedora de que yo todavía he recibido su mismo talento, (con la diferencia de que he sido una sierva mucho más vaga y perezosa que ella), he decidido sacudir el polvo de mi teclado y contaros la historia de mi primera navidad (y si sigo así de animada, otro día os contaré cómo me hice periodista gracias a Isis).

Cuando era pupila, a mi padre le gustaba entretenernos las recreo navideñas sacándonos a examinar los mejores belenes de Madrid. El del Hospital San Rafael, el de la parroquia del Santo Cristo de la Vencimiento, en Argüelles, cuyas luces cambiaban para que se hiciera de oscuridad y de día; y, por supuesto, no faltaba la reconocimiento a Cortylandia. Pero sin duda lo mejor de las Navidades era la oscuridad de Reyes. La fiesta de la Epifanía contenía una sortilegio indescriptible, aumentada por la comitiva que organizaban los vecinos de mi calle, Ramongo, con carrozas, pajes y Reyes Magos de los de verdad.

Al hacerme decano, la sortilegio de la Navidad se desvaneció (los adultos os imaginaréis el motivo). Y ya no la volví a recuperar. Asumí la tarea de descargar a mi superiora de la transacción de regalos para toda la grupo, por lo que cambié las visitas a los belenes por las tiendas. Gastaba mis recreo universitarias corriendo como pollo sin capital, como dicen los ingleses, entre Zara y El Corte Inglés. Porque, por otra parte, debía encontrar el mejor vestido para seducir en Nochevieja. En definitiva, que las comidas copiosas, las fiestas y los regalos me aturdían y cansaban más que ayudarme a entrar en el ocultación navideño. 

Y así pasaron los abriles. Mientras que desde muy verde se me iba desvelando el significado de la oscuridad de Pascua, el de la Encarnado y Principio de Jesús permanecía velado para mí. Se me escapaba. Y esto me daba enojo.

Hasta que me hice misionera. Y me tocó celebrar la Nochebuena en un desierto. El de Somalia. Donde no hay cristianos. Ni Zaras. Ni luces, ni regalos. Siquiera había cocaína. ¿Qué Navidad se podría celebrar allí? 

Aprovechando que un par de chicas americanas visitaban la representación, nos adentramos en el desierto para realizar una campaña médica entre la población. La mañana del 24 de diciembre de 2015, un sacerdote anglo gachupin, una monja anglo jamaicana, dos americanas, un auxiliar técnico sanitario etíope, otra amiga y yo -100% españolas- llenamos los todoterrenos de víveres y medicinas y comenzamos la travesía (tranquilos que no voy a contaros un chiste). Como en el desierto no hay caminos, contábamos con las montañas de Somalia como única señal de dirección. Los poblados a los que nos dirigíamos se encontraban en la rampa de una de ellas. Pero terminamos perdiéndonos y tardamos más de cinco horas en realizar un trayecto de 90 kilómetros. Llegamos poco ayer del atardecer, agotados, llenos de polvo y sudor. 

Nos habíamos dispuesto a sumar el campamento para los próximos días, cuando el sacerdote se acercó para pedirme que preparase una capilla improvisada porque esa oscuridad íbamos a celebrar tres misas. 

– ¡Tres!! Exclamé. 

– ¿Por qué?

Mi indignación comenzó a brotar.  

– ¿No bastará con una, como se hace en todas las parroquias? 

Estaba muerta y me quería ir a yacer. 

– Porque el ocultación de la Navidad no junto a en una sola culto.

Mi cabreo crecía por internamente. Comenzó la primera eucaristía, la Vespertina. Se sucedieron las lecturas, las oraciones, la homilía. A posteriori de cenar, celebramos la segunda, la del Desafinación. Más lecturas, oraciones, homilía… Al amanecer del día sucesivo llegó el turno de la culto de la Aurora, coloquialmente convocatoria «de los pastores». 

Cómo explicar lo que viví en esas tres liturgias. De repente, me vi envuelta en una sortilegio original. Entré en el ocultación. De contratiempo y porrazo. Sin preámbulos. Ese ocultación que había permanecido velado para mí durante 27 abriles, ahora se me revelaba como calabobos fina que me iba empapando. En la sencillez y pobreza de una culto celebrada en una cabaña de pústula. Sin grandes cantos, ni instrumentos, ni trajes elegantes. 

En el silencio de la oscuridad, la Palabra se me hizo carne: “Los confines de la tierra han contemplado la conquista de nuestro Todopoderoso”, decía el cántico. Fielmente me encontraba en los confines de la tierra. En el frontera entre Etiopía y Somalia. La frontera del Evangelio, porque en veintiún siglos de Historia, el anuncio de la venida del Hijo de Todopoderoso al mundo escasamente había llegado a ese señal. 

Pero es precisamente gracias a que celebraba la Pascuas del Caprichoso Todopoderoso en ese contexto, alejada de luces y tumultos, que entendí por fin su sentido profundo. ¿Qué esperanza ofrecer a las personas que me rodeaban si Cristo no hubiera venido al mundo? Niñas a las que dan en casorio al inicio de la pubertad, pasando de la autoridad del padre a la del marido, polígamo y mucho decano que ellas. Matrimonios donde no se da el simpatía porque nadie les ha enseñado a enamorar, porque sus padres han vivido lo mismo. Al igual que sus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos.   

¿Qué esperanza me quedaría a mí, conocedora de mi pasión, si Cristo no hubiera asumido mi naturaleza pecadora para regalarme una divina?

Tras las liturgias, comenzamos con el misión médico. Necesitaría otro artículo para contaros lo vivido en esos cinco días. A través de los siete pobres católicos de cuna que habíamos celebrado esa oscuridad santa, la Luz de Cristo quería iluminar las oscuridades del corazón de esos somalíes, todavía hijos suyos. Y el Verbo acampó entre ellos, curando, sanando, reconfortando. La novedad de nuestra presencia se extendió por los poblados y comenzaron a venir ríos de gentío. La muchedumbre llegaba desde allá a pie, o subida a carros y burros. Como en el Evangelio. Tantos, que no dábamos abasto a atenderlos a todos. Algunos venían no porque tuvieran alguna enfermedad, sino porque estaban necesitados de audición. Un hombre se desahogó en la consulta porque ya no sabía qué hacer con sus mujeres, que no paraban de discutir entre ellas.

Mujeres de Somalia esperando atención médica en Navidad
Mujeres somalíes esperando atención médica en Navidad

 

Por motivos de seguridad nos vimos obligados a cerrar las puertas del circuito y solo dejábamos acontecer a los moribundos. Probablemente esas personas nunca le habían trillado la cara a un médico. Mujeres que llevaban meses en la cama con fiebre incorporación, esperaban pacientemente su turno tendidas en el suelo. Como la suegra de Pedro. Se estaban dando los mismos signos de curación.

La despedida fue dolorosa. Cómo destinar a tantos de reverso a casa sin favor sido curados. La oscuridad ayer de la partida, entre nosotros reinaba el silencio. Frente a el sufrimiento de los inocentes solo queda callar. Pero al día sucesivo, a la tristeza le ganó la alegría. Volvía a casa con la certeza de favor vivido mi primera Navidad. Esta vez, era yo la que había viajado hasta el Oriente siguiendo la fortuna, y sus majestades me habían obsequiado devolviéndome la sortilegio perdida.